EL REBELDE

LA FUNDACIÓN DE ROMA

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PRIMERA PARTE
EL VADO SOBRE EL TÍBER

El rebelde portada del libro - Emma Pomilio

 

CAPÍTULO I

Todo era silencio. Agarrándose a las matas, descendió hasta el fondo del escarpado barranco, atravesó el riachuelo y se volvió atrás por última vez. Sobre el barranco, las siluetas oscuras de los tejados de Tarquinia se recortaban contra el cielo nocturno. Su casa, situada en el centro de la ciudad, ya no era visible. Aún dormían todos, pero por la mañana los siervos descubrirían el cuerpo ensangrentado de su mujer sobre la cama y el de su amante en medio de la habitación, cerca del arcón, donde al desvestirse había apoyado el puñal. Había sido un buen amigo y un valioso colaborador, lo había mirado a los ojos, suplicando sin palabras.
¿Qué decir en semejante momento? Su intento de aferrar el puñal sobre el arcón había sido patéticamente en vano, desnudo como estaba ante su comandante. Pero las súplicas mudas de él se habían enfrentado a su inquebrantable determinación. Los celos son una fiera que desgarra el corazón. Hay que sentirlos.
Corrió por el sendero. Si hubiera fingido no saber, aún tendría su vida. La familia, la casa, la tumba, los caballos, todas las comodidades y una hermosa mujer infiel que apreciaba mucho a sus amigos. Pero sin el respeto por sí mismo, era sólo una apariencia de vida.
De pronto, se volvió atrás, otra vez, por un impulso irrefrenable, y los tejados eran más pequeños y desenfocados, lejanos, como todas las cosas queridas. Su madre, su sonrisa…, sus oscuros ojos irónicos…
Pasó veloz como una saeta cerca de la necrópolis, por primera vez sin detenerse a rezar por sus antepasados, y salió a un sendero más ancho. Habría dado la mano derecha por un caballo. Tenía una bolsa llena de oro y de plata, pero no una cabalgadura, y por la mañana lo habrían perseguido a caballo, muchos, y quizá con perros. Había sido un guerrero y un jinete, y ahora afrontaba las dificultades a pie.
Cuando se detuvo de nuevo para descansar, apoyándose en un tronco, ya no miró atrás. La bolsa pesaba, parecía quererlo arrastrar al suelo. Respiraba afanosamente apretando una mano sobre el pecho dolorido. Sintió un rumor a sus espaldas, y un aleteo; pensó en la horda de demonios alados al servicio de los señores del mundo subterráneo y volvió a correr, más rápido.
Quizás el corazón le estallara y los demonios lo llevaran directamente al juicio, su madre y sus queridas hermanas no tendrían tiempo de pedir clemencia por él en sus plegarias.

✤ ✤ ✤

El sol le dio una visión más serena del futuro.
Procuraría vivir todo lo posible, para dar tiempo a sus mujeres a rezar por él y, cuando llegara el momento, los señores del infierno habrían tenido en cuenta sus plegarias y le dejarían una posibilidad de defenderse y de contarlo todo acerca de la conducta deshonrosa de su mujer y de su amigo.
Durante la noche había avanzado con rapidez por los terrenos cultivados, pero de día se vio obligado a moverse con mayor prudencia entre los bosques y la vegetación que bordeaba los campos, para evitar así a pastores y campesinos trabajando.
Bebió, se refrescó en el manantial de un bosquecillo y se sentó para recuperar el aliento sobre un viejo mojón medio oculto por la hiedra. Aún se encontraba en la campiña de Tarquinia más distante de la ciudad. Ya se había alejado mucho, considerando que iba a pie y debía esconderse continuamente, pero si hubiera intentado conseguir una cabalgadura habría dejado un rastro. Si presentarse al propietario para comprarla estaba excluido de antemano, también el robo de un caballo en aquellos días habría sido objeto de diligentes indagaciones.
Mientras miraba a su alrededor, siempre con ansiedad, siempre con miedo a ser visto, vislumbró sobre el perfil suave de la colina a su derecha las siluetas de un pelotón de jinetes. Ya habían llegado. Eran famosos por su velocidad. El sol lo deslumbraba, pero habría podido decir los nombres de cada uno, pues reconocía el modo de cada uno de ellos de sentarse en la silla. Se detuvieron y escrutaron la campiña protegiéndose los ojos con la mano. Se levantó de golpe y comenzó a correr encorvado, manteniéndose a distancia de los senderos. Estaba decidido a alejarse todo lo posible, a pie, del territorio de Tarquinia, siempre escondido, para procurarse luego un caballo en un emporio bullicioso en la costa, puesto que en los emporios, en el clima de tolerancia adecuado al comercio, no se hacían demasiadas preguntas. Al ocaso se hallaba cerca de las minas de alumbre. Ya se encontraba a una buena distancia de Tarquinia. Todos los músculos le dolían. Creía que ya no conseguiría dar ni un paso más, pero continuó, aun desorientado como un borracho. Evitó las aldeas y la gente en camino por los senderos y, llegado al río cercano a las minas, lo siguió durante un trecho, bajo una oscura bóveda de hojas. Cuando el caudal del agua aumentó, se sumergió, dejándose llevar agarrado a una rama.
Amanecía ya cuando salió del agua en las proximidades de la costa, con las piernas entumecidas. Vio el emporio y su puerto, y por encima de los muros el santuario que lo coronaba.
En un sendero en penumbras, debajo de altos pinos, se quitó los brazaletes de oro y los anillos, y los guardó en la bolsa, enterró bajo un montón de piedras la corta capa bordada, propia de rico, y el cinturón de cuero con tachuelas de plata, demasiado voluminosos para llevarlos en la bolsa.
La túnica, al secarse, se había arrugado y deformado. Su barba estaba totalmente enredada y el pelo largo, que antes le caía ensortijado sobre los hombros, estaba hirsuto y enmarañado.
Cuando tomó el camino que conducía al puerto, encontró viandantes, pero nadie le prestó atención.
Examinó su nuevo aspecto de hombre corriente y dijo un nombre en voz alta: «Larth». Pensó que sonaba bien. Un solo nombre y muy corriente. Ahora podía olvidar sus nombres ilustres.
–Me llamo Larth –dijo otra vez en voz alta, escandiendo bien las palabras. En la zona más periférica del puerto se coló, cabizbajo, entre grupos de marineros y comerciantes atareados entre fardos de mercancías.
Una nave estaba lista para zarpar hacia Campania. Miró el mar llano y una vela en el horizonte. Habría podido embarcarse, quizá llegar a Campania y luego a Grecia. También ésta era una posibilidad. Lo pensó, pero decidió que el mar no era para él, era un hombre de tierra adentro. ¿Qué hace un jinete en el mar? Sin embargo, nunca jamás nadie con dos dedos de frente le habría confiado el mando de un pelotón de caballería.
De las conversaciones de la gente que había por ahí comprendió con satisfacción que aún no se hablaba de él, que había sido más rápido que sus perseguidores. Se procuró enseguida un amplio manto, que disimulara sus rasgos refinados y la bolsa pesada, luego un caballo, y prosiguió a marchas forzadas hacia el sur, hasta que, lejos de los dominios de Tarquinia, empezó a sentirse más tranquilo.

✤ ✤ ✤

Llegó hasta el Tíber, en el territorio de los latinos.
Los latinos permitían el paso de los etruscos por sus territorios durante los meses en que la navegación es más peligrosa y, por tanto, ya conocía aquel lugar, lo había recorrido antaño para ir con su padre a ocuparse de algunos asuntos familiares en Campania. Pero debía esperar a que se hiciera de día para atravesar el río.
Al amanecer apareció una ancha y opaca extensión de agua delimitada por colinas boscosas. En aquel tramo el Tíber corría entre amplias zonas cenagosas, de las que surgían cañaverales y hierbas palustres, y en un recodo, después de un islote, podía ser vadeado.
Era un lugar malsano, lleno de malaria, rodeado por una vegetación exuberante. En los amarres sobre las riberas de los cenagales estaban amarradas algunas barcas y mucha gente se afanaba en operaciones de carga y descarga. Otras barcas se preparaban para remontar el río.
El Settimonzio, la ciudad de los quirites, construida sobre un grupo de relieves boscosos, dominaba la zona del vado. A oriente, sobre la extensión de agua y más allá de los bosques, se vislumbraban sus muros. El humo de los hogares, que ascendía entre los árboles espesos, revelaba la presencia de las casas de los quirites ocultas por la vegetación.
Los cenagales y luego los valles húmedos y los pantanos separaban la ciudad de la roca del Capitolio al norte y del monte Aventino al sur. Ya había otros viajeros y comerciantes etruscos a la espera de vadear, con mulos cargados y carros.
Larth se unió a ellos y vadeó el río en medio de un grupo para no llamar tanto la atención. En el amarre de las pendientes del Palatino, el monte más importante de la ciudad, se despidió.
Fue rodeado por quirites armados que le preguntaron qué hacía en sus tierras, por qué no llevaba equipaje, si tenía la intención de quedarse allí para comerciar o estaba de paso. Dijo que quería llegar a Campania por un desvío para hacer un alto en el santuario de Júpiter Lacial y dejó como peaje una barra de cobre. Miró a su alrededor y pensó que, si hubiera sido gobernado por los etruscos, aquel lugar habría dado oro a carretadas. Era un nudo estratégico donde convergían muchos recorridos. Un paso obligado del comercio entre el norte y el sur gracias al vado, pero el río era también el camino navegable que conectaba las poblaciones de las montañas cercanas al mar. Además, a la derecha del río pasaba la vía Salaria, proveniente del interior y que se dirigía al mar. Desde las salinas sobre la desembocadura del Tíber, las barcas cargadas de sal remontaban el río hasta el vado, desde donde se distribuía la preciosa mercancía. La sal era recogida en grandes montones sobre el terreno seco en las inmediaciones del amarre en las pendientes del Aventino, al abrigo de la lluvia bajo amplios cobertizos. Para cargarla había barcas que subirían por el río y carros que tomarían la vía Salaria.
Sobre las pendientes guijosas del Palatino, bajo la protección de los muros de la ciudad, se desarrollaba un animado mercado. Además de la sal, llegaban y partían también otras mercancías, esclavos, trigo de las llanuras del sur, pieles y lana de las montañas del interior, así como telas, armas, vasijas griegas y metales de Etruria. Pasaban carros y se afanaban mercaderes, siervos y compradores, gente vestida toscamente que venía de las montañas del interior, etruscos, que se reconocían por la elegancia y por las joyas, y luego griegos, fenicios, sabinos y falicios.

✤ ✤ ✤

En aquel punto, para proseguir como un viajero corriente, urgía procurarse un siervo, pues sólo podía despertar sospechas y atraer a los malintencionados. Larth miró a su alrededor, había gente de toda ralea y muchas caras poco afables. Finalmente, su atención se detuvo en un joven que rogaba a un mercader etrusco, en dificultades con la descarga de sus numerosas mercancías, que le diera trabajo y, recibida una respuesta negativa, se acercaba a un grupo de gente procedente de las montañas.
–Si hemos venido tantos para protegernos, también podremos cargar los sacos en los carros –le respondieron.
El joven estaba muy sucio. Mechones de pelo enmarañados le cubrían los ojos. Larth pensó que, de todos modos, podía probar y decidió hacerle una seña. Por la actividad que había desarrollado en el pasado estaba habituado a juzgar a los jóvenes, e intuía en él cualidades que no habían encontrado la oportunidad de salir a la luz, pero también una simplicidad y una indiferencia por las cuales, como siervo, no se habría interrogado sobre el pasado de su amo. El joven se aproximó. Hedía como un cerdo para el delicado olfato de Larth. –¿Cómo te llamas?
–Tito.
–¿Nada más? Aquí muchos se llaman Tito.
–Y si ellos se llaman Tito, ¿por qué no puedo llamarme así también yo?
–Necesito un siervo.
–Cómpralo.
El joven se apartó el pelo de los ojos y lo miró con expresión necia. –Soy nuevo aquí, no quiero un esclavo, sino casi un guía, sólo por poco tiempo. Alguien del lugar que me acompañe al santuario de Júpiter Lacial por el camino más seguro y me ilustre sobre las costumbres de la zona. No sé cuánto tiempo permaneceré aquí…
Tito no lo dejó terminar.
–¿Puedes mantener a un siervo? –preguntó, mirando con intención el manto que cubría a Larth en busca de alguna hinchazón. –No dispongo de mucho, pero sí de lo suficiente para los dos, para comer y también para procurarnos otro caballo y otro manto. –Acepto. Me dejarás el caballo.
–Quizá te deje el manto.
–Cuando te marches, ¿me cederás el caballo?
–Quizá.
–Está bien, cuando te marches y cambies el caballo, me darás también un puñal.
–Bobadas, compórtate bien y ya veremos. Finalmente el joven se calló. Lo miraba boquiabierto.

✤ ✤ ✤

Larth se había procurado un caballo y un manto para el siervo, así como algunos víveres. Al día siguiente, antes del alba, habían partido hacia el santuario de Júpiter Lacial. Tito repetía continuamente que, sin hacer largas paradas, llegarían al atardecer y dormirían en el refugio del santuario.
Estaba siempre boquiabierto y esto acentuaba su aspecto tontorrón. Sin embargo, sabía cabalgar; no se exhibía haciendo proezas, pero a Larth no le pasó desapercibido que sabía mantenerse en la silla con maestría y tenía ciertas aptitudes naturales.
Se habían encaminado a buen ritmo por un camino interno que Larth no conocía. En el fango seco pudieron ver impresas las huellas de carros y de cascos, y a los lados, entre la vegetación exuberante, sobresalía cada tanto alguna casucha o un refugio de animales.
Avanzaban expeditos, superando a los pastores armados con gruesos cayados y hondas que conducían sus rebaños. Pero la vía comenzó a subir gradualmente y se hizo más solitaria, más estrecha y oscura entre altos árboles. A menudo debían bajar la cabeza o apartar ramas que les dificultaban el paso. Los únicos ruidos eran el susurro de las frondas y el crujido de las hojas a medida que avanzaban.
Tito cada tanto decía alguna estupidez y se reía solo.
De improviso, después de un villorrio miserable, el bosque se hizo más denso y oscuro y el camino se convirtió sólo en un sendero estrecho y escarpado, apenas delineado, donde sólo se podía avanzar en fila india. Pero Tito abría el camino y continuaba sin vacilar. Estaban subiendo una cuesta, y para Larth era difícil orientarse entre los árboles altos.
Se oyó un chillido de animal que a Larth le pareció una señal.
–¿Estás seguro de que éste es el camino?
–Es un atajo que conozco bien. Te he prometido que llegaríamos al anochecer. No le gustó la expresión del joven. Por lo poco que percibía detrás del pelo sucio, era mucho menos necia que antes; es más, Larth la habría definido como inteligentemente irónica. Se tachó de imbécil y no volvió a hablar. Debía huir lo antes posible.
Apenas había logrado hacer retroceder el caballo entre las plantas, cuando un hombre cubierto de piel apareció como una fiera del sotobosque y le aferró un tobillo; otro, con un alarido feroz, se agarró de su manto, y un tercero llegó con un salto a las bridas. Bandidos.
El caballo se encabritó, pero Larth permaneció en la silla y, soltando las riendas, tiró el manto encima del hombre que estaba agarrado a él, golpeó con un puño, echándolo hacia atrás, al hombre que estaba llegando a las bridas, y recuperado el control de la cabalgadura, la lanzó al galope por el sendero. El bandido que le había aferrado un tobillo se dejó arrastrar durante un breve trecho y luego llegó a agarrarse a la silla, pero Larth extrajo el puñal, y el hombre, en cuanto lo vio cerca de su garganta, se dejó caer y se quedó atrás. Tito ya había comenzado la persecución.
El proyectil de una honda lanzado desde la espesura rozó un brazo de Larth y golpeó en el cuello a su caballo, que dio unos pocos pasos y se abatió sobre las patas posteriores. Larth sabía que tardaría un tiempo en recuperarse, así es que desmontó en un instante y lo abandonó. Contaba con coger el caballo de Tito. Llegó Tito, y Larth lo esperaba quieto, bien parado sobre las piernas; se abalanzó de improviso, lo aferró tirándolo al suelo y con un salto estuvo en la silla. Prosiguió por el sendero, hacia el camino y la salvación, pero de pronto sintió un fuerte dolor en el cuello y voló por los aires, chocó con algunas ramas, que lo hirieron, y luego se precipitó y cayó al suelo, con la cara entre las hojas secas.
Una cuerda tendida entre dos árboles lo había desmontado de la silla y el caballo había huido. Pero estaba entero. Había logrado caer bien sólo gracias a su larga experiencia, a los miles de ejercicios hechos. Los rumores de los perseguidores se hicieron cercanos. Larth se puso de pie con el rostro sangrando y corrió hacia el boscaje, lejos del sendero.

✤ ✤ ✤

Había vagado por el bosque, no se atrevía a salir de él porque los bandidos estaban sin duda patrullando los confines, y con sus dos caballos podían controlar vastas zonas. Una vez le habían pasado cerca, mientras estaba escondido entre las matas, rezando.
Desde luego, la situación no parecía muy buena. Se acercaba la noche y él se encontraba en un lugar desconocido, húmedo y frío, sin un manto. Los bandoleros ya debían de haberse marchado a sus refugios, pero él se movía con circunspección mientras rogaba a los dioses de su ciudad, susurrando, aunque no estaba convencido de que desde tan lejos sus sagrarios lo escucharan. Ya estaba oscuro en el bosque denso, donde no se filtraba la luz del ocaso. Larth buscaba un cobijo para la noche; en aquel lugar salvaje su bolsa llena de oro no podía servirle para pernoctar en una hospedería, ni siquiera en un henil. Sintió un terreno más blando bajo los pies. En una anfractuosidad entre un bloque toboso y algunos troncos se había formado un mullido lecho de hojas. Se metió entre las hojas con la espalda apoyada en la roca y rezó al dios del lugar, que lo acogiera con benevolencia, puesto que estaba solo y era extranjero, y necesitaba protección, pero era un hombre religioso y tenía la intención de honrarlos en cuanto fuera posible. Al final, se durmió con el puñal desenvainado en la mano.
Se despertó sobresaltado, en medio de un extraño sueño en el que se había visto entre los bandoleros, como uno de ellos, mientras los conducía al asalto de un grupo de pastores que defendían sus rebaños. No sólo esto, los bandoleros a su mando ponían en fuga a los pastores y robaban el ganado; luego, una vez sacrificado un cordero, se sentaban en torno al fuego dejando un sitio para él, como si fuera una costumbre, y Tito le ofrecía un trozo de carne asada. El sol ya estaba alto. Se levantó de golpe, sacudiéndose las hojas, y frente a él vio una cabrita con un lazo al cuello; lo escrutaba con las patas anteriores apoyadas sobre una piedra y la cabeza levantada. Larth miró a su alrededor y vio otras cabritas. Luego se oyó un murmullo de pasos y apareció una figura embozada de mujer que se acercó y se apartó un borde del manto del rostro. No era anciana, pero él no habría podido decir qué edad tenía. Llevaba un viejo manto sobre un brazo y se lo ofreció sin decir palabra. Larth lo cogió y se lo envolvió en torno a los hombros.
–Gracias –dijo en la lengua de los latinos. –Eres un etrusco –constató ella. Y añadió–: Yo soy Dindia. Es mi deber ayudar a quienes se encuentran en dificultades en las cercanías. Ven y te daré algo de comer.
La mujer se cubrió nuevamente el rostro, dejando libres sólo los ojos, y lo condujo donde el bosque era menos denso, hasta un alto recinto de palos clavados en el terreno. Abrió una especie de cancela muy tosca unida por cuerdas y mimbres, y esperó a que entraran las cabritas. Luego entraron ellos. Debía de haberlo deducido antes, pensó Larth. Aquella extraña aparición en un bosque… Estaban en un santuario. En el centro estaba el altar, una gran piedra cuadrangular cubierta de sangre coagulada; detrás del altar, un gran cobertizo sostenido por una docena de palos alojaba un hogar en el que ardía un buen fuego sobre el cual hervía algo en un perol. Olía bien. En los palos vio colgados armas y husos, presentes de hombres y mujeres, y también algunos juguetes. Siempre debajo del cobertizo corría un arroyuelo límpido sobre un fondo pedregoso, que luego se perdía más allá del recinto.
A los lados había dos cabañas de palos con una cobertura de follaje, de las cuales una, en la que se entreveían unos camastros, debía de estar destinada a los viandantes.
La mujer sacó agua para él directamente del arroyuelo con una taza. Larth bebió con avidez. Luego la mujer cogió una escudilla, la llenó con la sopa que hervía en el perol y se la ofreció. Mientras Larth comía, manteniéndose respetuosamente alejado de los lugares más sagrados, ella comenzó a ordeñar a las cabritas.
Larth la miraba y ella le comunicaba tranquilidad y confianza. –¿A quién está dedicado este santuario?
–A Fauno. Era niña y un día pastaba un pequeño rebaño de mi hermano. Me dormí, las ovejas volvieron al redil y yo me perdí. Llegué hasta aquí sola. Bebí en el manantial y en este lugar sentí el poder del dios en torno a mí, y el protector de los pastores me habló silbando entre los árboles. Él me dio la fuerza para volver atrás y me indicó el camino.
»Así que me mantuve virgen y me dediqué a este lugar, donde Él, cuando quiere, se manifiesta ante mí. Aquí escucho su voz en los rumores del bosque y en los silbidos del viento entre los árboles. Aquí vienen hombres y mujeres a pedir la fecundidad para sí mismos y para sus rebaños. Yo vivo de los presentes de los pastores e incluso me sobra algo para quienes llegan hambrientos. Cuando se hubo alimentado, Larth decidió hablarle del sueño.
–He tenido un extraño sueño mientras dormía cerca de aquí.
–Cuéntame.
–En el sueño, era el jefe de una banda de salteadores y vivía en estos bosques. Había llevado a los bandoleros a asaltar a los pastores para cogerles las ovejas y, puestos en fuga los pastores, entre las bestias capturadas habíamos sacrificado un cordero. Yo, sentado ante el fuego con los bandoleros, me lo comía junto a ellos. Ella lo miró de la cabeza a los pies. Por más que no era una mujer de ciudad, advirtió que el calzado no estaba hecho en casa, sino en alguna tienda refinada, y no pasó por alto la tela sutil y robusta de la túnica, que nunca había visto antes, las manos finas sin callos y con las marcas de numerosos anillos. Luego se detuvo en las heridas y en los rasguños que denotaban la fuga precipitada. –¿Tienes adónde ir? –le preguntó al fin.
–No.
–Entonces el sueño quiere decir que debes permanecer aquí. Quizá signifique también que debes recuperar la paz volviendo a la vida sin riquezas que antaño hacían tus antepasados. Quizá los bandoleros te acojan.
–¿Los bandoleros? ¡Me han atacado y yo he huido de ellos!
–Creo que los que te han atacado son unos pastores, que intentan conseguir algo más para tener su propio rebaño y no tener que pastar siempre los de los amos.
–Pero yo he estado durante toda la vida al mando de gente que ha combatido contra los bandidos y contra los rebeldes de mi ciudad, pastores o campesinos. –Entonces, vuelve a tu ciudad.
–No puedo.
–A veces los bandoleros me piden que realice algún sacrificio por ellos. También entre los bandoleros hay buenas personas. No son los peores de los que vienen aquí. Asaltan a los que tienen algo porque no tienen nada, y no quieren ser siervos de los amos de los rebaños. Antes los amos pastaban los rebaños junto a ellos, pero ahora se están haciendo mucho más fuertes e imponen las reglas, se rodean de guardias y mantienen a los pastores cada vez más pobres, a medida que ellos se hacen cada vez más ricos. Por eso, a veces, los pastores se convierten en saqueadores y bandoleros.
Larth recordó las persecuciones a la cabeza de su pelotón de caballería de campesinos y pastores rebeldes, gente que no quería entregar al amo una parte demasiado grande de los beneficios del trabajo o ya no quería cultivar las tierras de los amos. Precisamente algunos días antes de su fuga de Tarquinia, habían salido al amanecer de la ciudad y habían perseguido, dispersado y masacrado a algunos campesinos que habían dejado las tierras con sus familias y querían ir a buscar otro sitio donde vivir. Una lección para todos los demás.
Quizá tuviera razón ella; a veces, desde luego no siempre, aquellos a los que la sociedad considera bandoleros son sólo hombres que reivindican una vida mejor. Pero, sin los siervos, ¿quién habría trabajado sus tierras? ¿Quién habría cocinado su comida? ¿Quién habría llevado a pastar sus rebaños? Sin embargo, en aquel punto, ese problema ya no existía, él ya no tenía rebaños ni tierras. Y era perseguido como esos bandidos.
–Entonces, ¿tú dices que el sueño significa que quizá me convierta en un bandolero?
–¿Podría tener otro significado? Recuerda que has tenido este sueño en un lugar donde un dios se manifiesta a los hombres.
–Eso es lo primero que pensé en cuanto vi el santuario.
–Si quieres establecerte por aquí sabrás, desde luego, que los etruscos son muchos, mercaderes, alfareros… Puedes pedir su ayuda. Pero, quién sabe por qué, tengo la idea de que tú no quieres conocerlos, que estarías mejor con los bandoleros.
–Sí, quién sabe por qué. Está bien, no estoy decidido, es sólo curiosidad, pero ¿sabrías decirme dónde podría encontrar a esos bandoleros?
–Tienen su madriguera en el Aventino, según se dice.
Mientras Dindia estaba ocupada con otros viandantes, Larth enterró la mayor parte de su oro debajo de un árbol en el recinto del santuario. Cuando Dindia volvió con él, le dejó una lámina de oro como ofrenda y le dijo que quizá volvería.
–Siempre serás bienvenido –respondió ella.
Lo condujo al lado opuesto al que lo había encontrado, y llegaron al sendero que Larth había recorrido con Tito. Larth no se encaminó por el sendero, sino que lo bordeó manteniéndose escondido en el bosque, para evitar sorpresas desagradables, hasta que llegó a zonas más frecuentadas.

 

CAPÍTULO II

El Aventino es un amplio relieve boscoso, que domina el curso del Tíber. Entonces era un espacio salvaje. El control de los quirites llegaba sólo hasta las pendientes que dan al vado, las salinas y algunas cabañas. Pero, salvo esa pequeña parte, toda la vasta colina era la madriguera de los bandidos, y los quirites no se aventuraban por ella.
Larth pasó junto a las salinas y se encaminó pendiente arriba por la colina, sin ocultarse, recorriendo una escarpada senda. No había un alma a la vista, pero pronto se percató de que lo seguían, por supuesto más de una persona, al lado del sendero, entre la vegetación. Continuó con la cabeza alta.
El sendero trazaba amplias curvas para adaptarse al declive y hacer menos ardua la subida. Cuando había llegado casi a la cima se encontró delante a dos bandidos, poco más que chavales. Iban armados con un grueso cayado, un puñal y una honda, y cada uno llevaba a la espalda una alforja con los proyectiles. Los centinelas. La madriguera no estaba lejos, pensó Larth.
–Eh, señorito de ciudad, ¿qué haces por aquí?
–Pero qué bonita túnica.
–Qué bonito calzado y qué bonitos pies. Nunca has ido descalzo…
–Y qué bonitas manos…
–¿Qué crees tú que quiere?
–Quizá que le devolvamos los caballos.
–Uhm…, ¿se habría arriesgado por unos caballos?
–No lo sé. Quizá haya otro motivo.
–En cualquier caso, valor no le falta.
Larth continuó sin detenerse y, de improviso, el sendero desembocó en un claro en la cima de la colina. A los márgenes del claro estaban las cabañas, y en medio, en torno a un fuego, había algunos jóvenes, quizás una docena, sentados en piedras y troncos. Dejaron de hablar y lo observaron mientras se acercaba. Estaba también Tito, que lo miró con aire irónico, apartándose el pelo de la cara, y tenía el aspecto de un chaval verdaderamente listo. Larth llegó hasta ellos y se detuvo, a la espera de que hablara el hombre más corpulento, con un largo collar de dientes de lobo y con aire respetable, que parecía el jefe. Pero el jefe estaba comiendo y no se dignó a prestarle atención; de pronto, acabó la carne arrancándola a fuerza de dientes y tiró el hueso a un perro.
–Yo soy Rómulo –dijo al fin–. ¿Y tú quién eres?
–Larth.
Larth advirtió que era muy joven e incluso de aspecto agradable. La gran envergadura, el pelo largo y enmarañado, la barba y la pelliza sobre los hombros lo hacían parecer más maduro y escondían su belleza.
Todos eran muy jóvenes.
–¿Qué quieres, Larth?
–Quiero unirme a vosotros.
Rómulo permaneció un momento en silencio, mirándolo, y todos en torno a él hicieron lo mismo. El silencio era tangible.
–Eh…, ¿y por qué?
–Después de haber sido asaltado por Tito y sus amigos, me dormí en el bosque, sin saber que estaba cerca del santuario de Fauno. Tuve un sueño, me veía junto a vosotros robando ganado, y luego comía la carne de la bestia sacrificada junto a vosotros. La sacerdotisa ha interpretado el sueño y dice que mi destino debe unirse al vuestro, que debo permanecer con vosotros. Rómulo continuaba observando su figura erguida, el porte altivo, el rostro fino y los gestos estudiados, para hacer más expresivas y convincentes sus palabras, y que alguien debía de haberle enseñado. Al fin dijo: –Larth. Un etrusco. ¿Tan elegante y con un solo nombre? ¿No tienes también otro?
–Lo he olvidado.
–¿Y el nombre de tu ciudad?
–También lo he olvidado.
–¿Y por qué has huido? ¿Eso lo recuerdas?
–Sí. Me han acusado de robo. Me ha acusado un poderoso sacerdote y, aunque mi familia no está entre las últimas, era inútil intentar una defensa. –Bien… Rómulo tosió.
–¡Aquí nadie puede afirmar que no haya sido nunca acusado de robo! Todos rieron, aunque con un poco de retraso, porque observaban atentamente a Larth y reflexionaban sobre sus palabras. Que alguien que parecía un príncipe quisiera unirse a ellos no era algo frecuente.
–¿Recuerdas cuántos años tienes? –continuó Rómulo.
–No.
–Quizá tengas veinticinco, veintiséis…, ¿y qué sabes hacer, Larth?
–Sé rezar de la manera correcta, escribir, hacer cuentas, proyectar una casa… Sé componer poesías…
–Poesías… Muy útil… –se burló Rómulo, mientras los bandoleros se partían de risa–. Pero sí, ¿por qué reís? Aquí necesitamos a alguien que cuente nuestras hazañas.
Las risas se hicieron más sonoras.
–Sabe montar a caballo –intervino Tito–, y también es muy valiente. –Es muy célere –añadió otro al que Larth no recordaba–, nunca había visto a alguien tan rápido como él.
Debía de ser uno de sus asaltantes, pensó Larth.
–Sí, es verdaderamente célere –reconoció también Tito.
–Bien, te llamaremos Célere. Larth Célere. No estaba bien que un señor etrusco como tú tuviera un solo nombre –sentenció Rómulo–. Pero, en este punto, dime, ¿qué crees que debes hacer junto a nosotros?
–Lo que hacéis vosotros. A veces incluso asaltar a los viajeros o a los pastores… Eso no me espanta. –Te equivocas, nosotros no somos lo que crees, nosotros somos pastores, somos los pastores del rey de Albalonga, el cual tiene muchos prados y tiene derecho a tener prados incluso aquí, en el territorio de la ciudad de los quirites. Con nosotros deberás hacer de pastor, pues, no de señor. Deberás trabajar. No creas que estarás todo el día mano sobre mano y te ganarás la comida diaria con una razia cada tanto. El bandolerismo era para redondear, entonces, como había dicho la sacerdotisa de Fauno, y debía hacerse con mesura.
–Está bien –dijo Larth.
–¿Tienes algo de valor? Aquí lo ponemos todo en común, yo distribuyo los caudales según las necesidades y los méritos. Larth le dio la bolsa, que contenía sólo una pequeña parte de lo que había llevado consigo de Tarquinia. Rómulo examinó brevemente las láminas de oro y de plata, las barras de cobre, los broches y los anillos, y los puso a buen recaudo bajo su manto.
–Ahora debemos esperar a mi hermano Remo. Sólo si él está de acuerdo podremos tenerte entre nosotros.
Larth estaba hambriento y miraba la carne que chisporroteaba sobre las brasas, pero Rómulo no se la ofreció ni le invitó a sentarse. Poco después se oyeron unos relinchos. Llegaron a caballo Remo y otros dos jóvenes. Desmontaron rápidamente y, mientras ocupaban su sitio junto al fuego y aferraban la carne, advirtieron la presencia de Larth.
Remo y Rómulo eran gemelos. Remo era más alto e incluso más guapo, era el jefe. El más fuerte y fascinante. No obstante la grosería de sus modales también tenía, como su hermano, rasgos delicados y una sonrisa seductora. Rómulo habló en voz baja con su hermano, puesto que era él quien tenía la última palabra. También le mostró el contenido de la bolsa. –¿Tiene un sueño y nos trae oro? Debemos encontrar la manera de mandar también a algunos quirites ricos a dormir por allí –dijo Remo–. Está bien, que se quede, pero por el momento no debe conocer nuestros asuntos.
–Siéntate con nosotros y coge carne, Larth. Como ves, una parte del sueño se verifica. Por lo demás, ya veremos –dijo Rómulo, y le dio también una escudilla de leche.
Larth comió aquellos alimentos toscos y pensó en el lujo de la suntuosa sala de banquetes de su casa, en las camas cómodas, revestidas con paños preciosos, en los adornos pintados, en las vasijas de bronce, en las agraciadas doncellas que servían las viandas, en los jovencísimos siervos que vertían el vino y en los flautistas que alegraban el ambiente[…]


Título original: Il Ribelle. L’avventura della fondazione
Primera edición impresa: febrero de 2011
Primera edición en e-book: enero de 2012
Edición en ePub: febrero de 2013
© Arnoldo Mondadori Editore S.p.A., Milano, 2009
ISBN:9788435062169
Colección: Narrativas históricas
Numero colección:
Tapa dura c/sobrecubierta 27 pp 15 x 23.3 cm
Diseño de la cubierta: Enrique Iborra
Traducción de Juan Carlos Gentile Vitale

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